

...no se la compro a victor.
me doy un par de vueltas por tu cabeza,
te condeno un poco a pensar en mi,
la ventana está cerrada, nos damos un beso a través de la ventana cerrada,
y ahora por dónde voy a entrar a tu casa?
tengo sueño, quiero recostarme un rato en tu hombro,
decirte un par de cosas y dormir,
comamos una manzana verde, respirémonos un poco,
despertemos con luz blanca, muy blanca,
déjame ver tu hombro desde otra perspectiva,
quiero que finjas estar dormida,
y que digas cosas divertidas,
yo te puedo dibujar, pero sólo hasta el cuello,
no me alcanzan las tintas ni los papeles,
pero te quiero más de cerca, bien cerca,
quiero encontrarte en una calle cualquiera,
un día cualquiera, en un momento no específico en un día nublado,
y si me miras de verdad, prometo estirar mis brazos, y abrazarte,
prometo también mirarte descaradamente,
y que me digas que hay mucho sol y que hace mucho calor,
también quiero soñar contigo algunas veces,
verte sin que me veas, y que mires hacia todos lados, en círculos,
y que sepas que te estoy mirando,
respira más cerca, ven, respira más cerca,
hasta que tus ojos no puedan verme, y todo sea una nube,
y tu cuerpo ya no tiemble...
—No me gusta hablar de él por hablar dijo
—Está bien —dijo Gregorovius—. Yo solamente preguntaba.
—Puedo hablar de otra cosa, si lo que quiere es oír hablar.
—No sea mala.
—Horacio es como el dulce de guayaba —dijo
—¿Qué es el dulce de guayaba?
—Horacio es como un vaso de agua en la tormenta.
—Ah —dijo Gregorovius.
—El tendría que haber nacido en esa época de que habla madame Léonie
cuando está un poco bebida. Un tiempo en que nadie estaba intranquilo, los
tranvías eran a caballo y las guerras ocurrían en el campo. No había remedios
contra el insomnio, dice madame Léonie.
—La bella edad de oro —dijo Gregorovius—. En Odessa también me han
hablado de tiempos así. Mi madre, tan romántica, con su pelo suelto... Criaban
los ananás en los balcones, de noche no había necesidad de escupideras, era algo
extraordinario. Pero yo no lo veo a Horacio metido en esa jalea real.
—Yo tampoco, pero estaría menos triste. Aquí todo le duele, hasta las
aspirinas le duelen. De verdad, anoche le hice tomar una aspirina porque tenía
dolor de muelas. La agarró y se puso a mirarla, le costaba muchísimo decidirse a
tragarla. Me dijo unas cosas muy raras, que era infecto usar cosas que en realidad
uno no conoce, cosas que han inventado otros para calmar otras cosas que
tampoco se conocen... Usted sabe cómo es cuando empieza a darle vueltas.
—Usted ha repetido varias veces la palabra «cosa»—dijo Gregorovius—. No
es elegante pero en cambio muestra muy bien lo que le pasa a Horacio. Una
víctima de la cosidad, es evidente.
—¿Qué es la cosidad? —dijo
—La cosidad es ese desagradable sentimiento de que allí donde termina
nuestra presunción empieza nuestro castigo.
Lamento usar un lenguaje abstracto y casi alegórico, pero quiero decir que
Oliveira es patológicamente sensible a la imposición de lo que lo rodea, del
mundo en que se vive, de lo que le ha tocado en suerte, para decirlo
amablemente. En una palabra, le revienta la circunstancia. Más brevemente, le
duele el mundo. Usted lo ha sospechado, Lucía, y con una inocencia deliciosa
imagina que Oliveira sería más feliz en cualquiera de las Arcadias de bolsillo que
fabrican las madame Léonie de este mundo, sin hablar de mi madre la de
Odessa. Porque usted no se habrá creído lo de los ananás, supongo.
—Ni lo de las escupideras —dijo